EN MI OPINION
Margarita Rosa Rosado M.
El país entero, o casi, está convertido en un gigantesco campo de batalla. No pasa un día que no nos enteremos de docenas de muertos y heridos, de cualquier edad pues ya no hay respeto por niños ni ancianos.
Campeche, por fortuna, pareciera estar en una burbuja donde no ocurren hechos sangrientos y terribles y todos deberíamos contribuir a mantener este clima de paz social que nos sitúa al margen de acontecimientos que el nuevo gobierno federal (y ya ni tan nuevo), de manera simplona y casi irresponsable, ofreció corregir nomás llegar al poder.
Bien dicen que no es lo mismo ser borracho que cantinero y el presidente ha tenido que aceptar, muy a su pesar, que la pacificación del país no se consigue solo con buenos deseos o con regaños de las madrecitas a sus hijos descarriados.
Pero más allá del horror en que viven poblaciones enteras en manos de los cárteles del narcotráfico y del crimen organizado que incluye extorsiones, secuestros, cobros de derecho de piso y mil fechorías más, está la violencia contra la mujer, cuyas frías estadísticas nos recuerdan a diario esa asignatura pendiente que es que si las calles del país son un peligro para todos, lo son mucho, mucho más para las mujeres y aun el entorno íntimo.
Un hombre no puede entender lo que significa para una joven, e incluso no tan joven, pararse cada mañana ante su closet para preguntarse qué ropa la hará pasar desapercibida, si esa falda o esa blusa resultará provocadora de los más bajos instintos del sexo masculino, si es mejor no peinarse bien o no maquillarse.
En el peor escenario, muchas de ellas no saben si regresarán sanas y salvas por la tarde a sus casas. En este país cada cuatro horas se registra un hecho violento en contra de una mujer, sí, leyó bien, cada cuatro horas una mujer en México es violentada, abusada, violada o asesinada solo por el hecho de ser mujer, solo por el hecho de que algún hombre se sintió superior a ella por el simple hecho de ser hombre.
Esas conciencias “decentes” que se indignaron porque la reciente manifestación en la ciudad de México incurrió en “excesos”, curiosamente no levantan una ceja cuando
leen o escuchan que un cuerpo femenino más fue encontrado sin vida con señales de violencia sexual, o que una joven fue secuestrada y no aparece, mucho menos si se enteran que su pareja la golpeó, la humilló, la violó.
Y están más que dispuestas a poner en duda que su propio padre, o padrastro, o tío, o primo, o hermano, o padrino o abuelo, abuse sexualmente de una mujer en el entorno que debería ser el de mayor confianza.
Sigue privando el pensamiento de que la ropa sucia se lava en casa y que estos casos deben resolverse en sigilo y puertas adentro, en vez de ser atendidos como lo que son, un grave problema social y de seguridad pública que debe ser extirpado del tejido social con una cirugía radical.
A las mujeres, de cualquier edad pero especialmente jóvenes, condición social, situación económica, preparación académica, nos están matando a diario a ciencia y paciencia de la autoridad que frecuentemente solo nos revictimiza en los pocos casos en que algunas se atreven a denunciar los hechos, poniéndolos en duda, con
ministerios públicos y cuerpos de seguridad absolutamente indiferentes y desdeñosos, con exámenes médicos e interrogatorios humillantes y con el mejor ánimo de no hacer nada y dejar que el caso se pudra hasta que a la verdadera víctima la gane el cansancio.
La reacción insolidaria de la jefa de gobierno ante los hechos derivados de la manifestación es más lamentable aún porque viene de una mujer. Y el que hombres y mujeres, no pocos, sientan más indignación por un monumento pintado que por las muertes estúpidas de mujeres indefensas habla de cuán poco hemos avanzado y cuánto nos deben a las mujeres todavía.
Nos están matando y ya no queremos poner las muertas, ese es el clamor y esa la demanda ¿Qué estamos haciendo como sociedad para impedirlo? Es pregunta.